
“ (…) Era corpulento, corpachón, sanguíneo y terroso, con algo de grueso troncón acabado de arrancar, y vestía su tamaño con unos ropones negros y pardos, que no se correspondían, chaqué nuevo, pantalón perdido y abrigo viejo, deshechos, equivocados, y se cubría con un chapeo de alas deshechas y caídas, de la época de su nombre. En vez de pasadores, llevaba en los puños del camisón unas cuerdecitas, y a la cintura, por correa, una cuerda como un ermitaño de otra clase (…) Nunca he podido explicar por qué Antonio Machado, que era o parecía sencillo en otras cosas (sobre todo en sus utensilios), hablaba engolado y como fingido, estraño actor de autor, como si siempre estuviera imitando o más bien parodiando a un ente de trastienda (…) ¿Su palabra sentenciosa y pedantesca era en realidad la de Mairena? (…) De todos modos parecía que no usaba su voz verdadera o que su voz verdadera fuera así. Recitando parecía un cómico de latiguillo y echaba la voz al fondo de la garganta pronunciando de modo diferente a la realidad. Siempre me extrañó la admiración que sentía por el empachoso y empolvador Ricardo Calvo, hasta el estremo de traérmelo para que me leyera bien mis propios poemas (…) A mi juicio su prosa no era superior a su verso, pero se le notaba más la inferioridad. Su prosa está tratada a la pata la llana y tiene el aburrimiento que corresponde a un empacho ancho sobre lecturas (…) Un humorismo profesoril y provinciano domina su sentenciar continuo, que no puede a veces librarse de maravillosos oasis de estraña visibilidad y clarividencia. Sus poesías, pocas y raras, nos parecían a todos lo mejor. Todos decíamos que era poeta estraño, huraño, filosófico, profundo (…) Antonio Machado el raro, y yo el esquisito. Villaespesa era, él lo decía a cada paso, el gran poeta del grupo. Manuel Machado, era general, considerado por la crítica superior a Antonio. En aquellos días, componía Antonio Machado “Del camino”, poemas entre “Galerías, espejos, soledades”, que yo ya sabía entonces que habrían de ser inolvidables para mí, entre todos los suyos y los nuestros, y que lo han sido, que eran y que son como la esencia remota, original, central de su alma, agua secreta de un pozo olvidado, con su solitario espejeo de luz y sombra, inéditos (…) El verso de Antonio Machado era, es, como se ha dicho siempre con rara unanimidad, tradicionalmente español aún en los momentos de mayor influencia del simbolismo francés o de Rubén Darío. Antonio Machado gusta más del asonante que del consonante y su metro mejor es la silva asonantada. El romance octosílabo lo usó poco y mal. En cambio, mucho el octosílabo aconsonantado. El alejandrino pareado lo considero lo más desdichado de su obra. Sus tesoros mejores siempre le salen en endecasílabos sencillos. Su poesía recorre toda una línea de poesía española llana y sensitiva, con altibajos de un paseante de campo sin cultivo (…) No estima la perfección, otra condición de la poesía general española. La influencia de sus contemporáneos pasa por él, con la excepción de Unamuno, sin él quererlo, Darío, Juan Ramón Jiménez (…) No creo que Antonio Machado entrase mucho en las catedrales o iglesias de los pueblos, Segovia, Soria, Baeza, donde vivió. Sus ideales eran de carretera y, con su paso sudoso y polvoriento parecía que encontraba el ritmo de su corazón. Acaso un espejismo del poniente, una cima nevada lejana, la tormenta. Tampoco un frecuentador de puestas de sol. Y un mar entre místico y dramático, como alumbrado de relámpago, extrañamente metafísico sin escesiva complicación ni comprensión (…) No creo que Antonio Machado ni ningún otro poeta, y hablo de los buenos, haya tenido nunca una filosofía, un sistema filosófico, ni se haya propuesto ninguna sistematización. Era metafísico y sentimental, por milagro, por iluminación (…) Cuando yo vivía en casa del doctor Simarro, no le gustaba a Antonio Machado venir a verme allí y solía citarme para leerme sus nuevos poemas en el Café de Gijón, Paseo de Recoletos. Una tarde me dijo, con gran secreto, que iba a leerme un poema, que iniciaba una nueva visión suya de las cosas. Sacó cuidadoso un papel doblado de su bolsillo y al abrirlo, en vez de poema, había un agujero. Se quedó atónito, más que yo. Se lo había comido. Yo sabía, por los libros que le prestaba, que él roía el papel, pero en los libros lo que roía eran las márjenes hasta dejarlos como países de abanico. Pero en su poema se había comido el poema (…) Cuando me mandó a Noguer (1912) “Campos de Castilla”, tuve una estraña sensación de malestar. El libro, por fuera, era ya seco y pardo, y al hojearlo me parecía como si Antonio Machado se hubiese pasado de una España interior, de ritmo invisible, a una demasiado visible, demasiado palpable, casticista, es decir, convenida y de mayoría. Una raíz, una reciedumbre, una raigambre, una mancera, que iban bien con la voz engolada aquella que no servía para su otra poesía. Esta poesía y esta voz le trajeron una celebridad mayor y triste para mí. Y lo que yo quería de Antonio Machado era el río interior de su juventud, aquella fuente profunda y misteriosa que era, sin duda, lo que correspondía a la voz sencilla y natural que no le oía nunca.”
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