Miro a través de la ventana de mi habitación. Hace unos minutos la enfermera me tomó la temperatura. –En su caso es algo rutinario pero debemos hacerlo -me dijo. Yo, por mi parte, no tengo otra cosa que hacer tras la operación en la que me han puesto un par de clavos -creo que se llaman así-, en mi pierna izquierda. Te preguntarás qué hago en un hospital recién operado. Te cuento.
No oí el despertador o quizás sí y lo apagué entre sueños. El caso es que me levanté tres cuartos de hora más tarde de lo que debía y estaba acelerado. Me imagino tu preocupación cuando viste que no llegaba al bar a desayunar, y al llegar a la oficina y preguntar en mi departamento por mi nadie pudiera responder dónde me hallaba o qué me pasaba. Lo que me pasó es cosa de risa, de llanto o de cuento. De hecho, si no me hubiera ocurrido a mi, no lo habría creído. Como te decía antes, me quedé “frito”. Así que a toda prisa me lavé, afeité y vestí. Para llegar lo menos tarde posible decidí coger un taxi. Me acomodé, le dije la dirección y nos encaminamos a la oficina. Como había un atasco monumental en la Avenida de los Descubridores, el conductor me sugirió tomar el Paseo de los Picos de Europa y adelantar por el Barrio de las Artes. Era un pequeño rodeo que me evitaba el atasco y con el que al menos no perdería más tiempo. Al llegar a la calle de El Bosco nos encontramos, sin comerlo ni beberlo, en medio de una manifestación no autorizada en contra de la visita del presidente americano. Como pudimos, salimos de allí metiéndonos en un callejón sin salida donde decidí abandonar al pobre taxista que tenía todas las salidas del barrio cortadas por barricadas hechas con coches atravesados. Ahí dejó el taxi aparcado pensando que en ese callejón no debería ocurrirle nada al coche y se metió en un bar a desayunar y a ver si escampaba el temporal. Yo corrí hacia una boca de metro cercana para llegar de una u otra manera al trabajo. El caso es que habían cerrado las bocas para evitar problemas. Me ves a mi corriendo en medio de aquel griterío en contra del americano, cuando de repente veo una masa de gente que viene corriendo hacia mi. ¿Qué estaba ocurriendo? Simplemente que habían aparecido los antidisturbios y habían comenzado una carga en contra de los manifestantes. ¿Qué podía hacer? Correr en contra de aquella marea humana era una locura, como si un mozo en los Sanfermines intentara correr en sentido contrario. De lejos vi los palos con que, sin contemplaciones, arreaban a todo bicho viviente los policías y decidí que lo más sano era poner tierra de por medio. Así que me ves a mi corriendo con el traje puesto entre decenas de pañuelos palestinos. Repentinamente noto como una picadura en mi brazo izquierdo que dolía a rabiar. No era un insecto, era un pelota de goma que me había apenas rozado, pero que se encargó de hacerle un bonito roto a la manga de mi traje. La situación, de por si irracional, se volvió paranoica, y además se acercaban aquellos uniformes porra en mano. En lo desquiciado del momento me colé en un portal que había entreabierto y corrí hacia un patio que se vislumbraba al fondo. Tras de mi tres o cuatro chicos y chicas irrumpieron a la carrera y, a su vez, tras ellos dos o tres morlacos uniformados blandiendo sin piedad las porras como si de espadas se trataran. Pobre chaval un chico pelirrojo que tropezó y cayó, slo acerté a ver como se cebaban en él antes de atravesar el patio y meterme por una puertecilla de madera apenas entreabierta que había a la derecha. Los demás chavales siguieron corriendo y el ruido de las pesadas botas de los agentes de la ley sonaban cada vez más lejos en pos de aquellos pobres infelices. Me quedé apoyado contra aquella portezuela un rato intentando recuperar el resuello y un poco de tranquilidad. Y transcurridos unos minutos consideré que había pasado un tiempo prudencial para salir de allí. El destino quería jugar otras cartas, pues al apoyarme en la puerta la cerré y atranqué de tal manera que, aunque utilicé todas mis fuerzas, fui incapaz de abrirla. Era un cuarto de contadores iluminado apenas por los tenues rayos de una bombilla engarzada en su casquillo. A mi izquierda la pared, a mi derecha otra pared y frente a mi otra puerta cerrada. Me aproximé a la puerta de enfrente y la abrí sin problemas. Esta daba a una escalera de madera de una casa antigua, un poco descuidada y tan mal iluminada como el cuarto. Decidí subir la escalera en pos del portal para salir a la calle y encaminarme a mi trabajo. Según empecé a subir escalones comencé a pensar cómo diablos iba a explicarle a mi jefe todo aquello que me había sucedido. Al menos el roto de la manga y la ligera quemadura que me había producido la pelota de goma en el brazo podrían atestiguar que no mentía. Lo cierto es que, enfrascado en estos pensamientos, hacía un rato que subía las escaleras pero el portal no lo veía por ningún lado; además, fijándome bien, sólo había una puerta a la derecha en cada descansillo. Seguí subiendo hasta el brusco final de la escalera. Acababa en un rellano en el que no había puertas por ningún lado, únicamente una trampilla cerrada en el techo a una altura a la que era imposible que yo llegara. Me tocó por tanto volver a bajar al último descansillo donde estaba la última puerta. Busqué el timbre pero no existía. Yo no soy una persona miedosa pero toda esta situación me estaba empezando a poner de los nervios. Así que llamé golpeando con los nudillos en la puerta. En un principio de manera suave, pero al no abrirme ni contestarme nadie golpeé con más fuerza ya con la mano extendida. Pero como si quieres arroz, Catalina. Nadie abrió. Bajé hasta la siguiente puerta, y a la otra y la otra y nada de nada. Parecía que la humanidad hubiera desaparecido. Me encontraba como si me hubieran echado un cubo de agua por la cabeza, del sudor que me bañaba por completo. La situación me estaba empezando a superar y además hacía muchísimo calor. ¿Dónde coño me había metido? Me senté en los escalones e intenté calmarme y utilizar la cabeza provechosamente. Si hacia arriba no existía salida y nadie abría las puertas, sólo me quedaba volver hacia abajo e intentar de nuevo abrir la puertecilla de madera. Así lo hice. Bajé lo subido, abrí la puerta del cuarto de contadores y me fui con decisión a la puertecilla de madera. No sé si fruto de la desesperación, de los nervios o del miedo que me estaba empezando a recorrer todo el cuerpo, el caso es que pegué un tirón seco con todas mis fuerzas y conseguí abrir la puerta. Salí al patio como si hubiera pasado media vida encerrado en una cueva y mirando hacia el cielo. En ese momento vi un corredor que tenía luz al fondo. Lo recorrí y finalmente salí por un portal a la calle. Había salido al número dieciséis de la Calle de Munch. Miré el reloj y, con todo, había pasado una hora más. Decidí llamar a mi jefe y decirle que me encontraba mal, que había pasado muy mala noche con fuertes dolores de estómago y vomitando. Así lo hice y pensé volverme a casa. Los tumultos, las carreras, los gritos habían cesado, dejando pasar los sonidos habituales de la ciudad. Las obras, el tráfico, el sonido de alguna sirena de fondo y un continuo ir y venir de gente. Vi un taxi en la acera de enfrente y salí corriendo porque estaba deseando llegar a casa para ducharme de nuevo, curarme el brazo y acostarme; salí corriendo con tan mala fortuna que debí meter el pie en un agujero y quebrarme la pierna. Eso es al menos lo que me contaron porque, además, por lo que me han dicho, me di un fuerte golpe en la cabeza y perdí el conocimiento. Me dijeron que me trajo una patrulla de la policía. Qué ironía. El caso es que, cuando me desperté, estaba en el hospital. Poco me duró la consciencia pues, con mucha prisa, me operaron la pierna pues tenía una fractura abierta. El caso es que aquí estoy recién operado en una habitación con vistas al río y muy preocupado porque se que mi jefe “Maxi” va a venir a verme esta tarde, según me ha dicho mi padre hace un rato, y no se cómo explicarle todo esto y por qué le mentí ...
No oí el despertador o quizás sí y lo apagué entre sueños. El caso es que me levanté tres cuartos de hora más tarde de lo que debía y estaba acelerado. Me imagino tu preocupación cuando viste que no llegaba al bar a desayunar, y al llegar a la oficina y preguntar en mi departamento por mi nadie pudiera responder dónde me hallaba o qué me pasaba. Lo que me pasó es cosa de risa, de llanto o de cuento. De hecho, si no me hubiera ocurrido a mi, no lo habría creído. Como te decía antes, me quedé “frito”. Así que a toda prisa me lavé, afeité y vestí. Para llegar lo menos tarde posible decidí coger un taxi. Me acomodé, le dije la dirección y nos encaminamos a la oficina. Como había un atasco monumental en la Avenida de los Descubridores, el conductor me sugirió tomar el Paseo de los Picos de Europa y adelantar por el Barrio de las Artes. Era un pequeño rodeo que me evitaba el atasco y con el que al menos no perdería más tiempo. Al llegar a la calle de El Bosco nos encontramos, sin comerlo ni beberlo, en medio de una manifestación no autorizada en contra de la visita del presidente americano. Como pudimos, salimos de allí metiéndonos en un callejón sin salida donde decidí abandonar al pobre taxista que tenía todas las salidas del barrio cortadas por barricadas hechas con coches atravesados. Ahí dejó el taxi aparcado pensando que en ese callejón no debería ocurrirle nada al coche y se metió en un bar a desayunar y a ver si escampaba el temporal. Yo corrí hacia una boca de metro cercana para llegar de una u otra manera al trabajo. El caso es que habían cerrado las bocas para evitar problemas. Me ves a mi corriendo en medio de aquel griterío en contra del americano, cuando de repente veo una masa de gente que viene corriendo hacia mi. ¿Qué estaba ocurriendo? Simplemente que habían aparecido los antidisturbios y habían comenzado una carga en contra de los manifestantes. ¿Qué podía hacer? Correr en contra de aquella marea humana era una locura, como si un mozo en los Sanfermines intentara correr en sentido contrario. De lejos vi los palos con que, sin contemplaciones, arreaban a todo bicho viviente los policías y decidí que lo más sano era poner tierra de por medio. Así que me ves a mi corriendo con el traje puesto entre decenas de pañuelos palestinos. Repentinamente noto como una picadura en mi brazo izquierdo que dolía a rabiar. No era un insecto, era un pelota de goma que me había apenas rozado, pero que se encargó de hacerle un bonito roto a la manga de mi traje. La situación, de por si irracional, se volvió paranoica, y además se acercaban aquellos uniformes porra en mano. En lo desquiciado del momento me colé en un portal que había entreabierto y corrí hacia un patio que se vislumbraba al fondo. Tras de mi tres o cuatro chicos y chicas irrumpieron a la carrera y, a su vez, tras ellos dos o tres morlacos uniformados blandiendo sin piedad las porras como si de espadas se trataran. Pobre chaval un chico pelirrojo que tropezó y cayó, slo acerté a ver como se cebaban en él antes de atravesar el patio y meterme por una puertecilla de madera apenas entreabierta que había a la derecha. Los demás chavales siguieron corriendo y el ruido de las pesadas botas de los agentes de la ley sonaban cada vez más lejos en pos de aquellos pobres infelices. Me quedé apoyado contra aquella portezuela un rato intentando recuperar el resuello y un poco de tranquilidad. Y transcurridos unos minutos consideré que había pasado un tiempo prudencial para salir de allí. El destino quería jugar otras cartas, pues al apoyarme en la puerta la cerré y atranqué de tal manera que, aunque utilicé todas mis fuerzas, fui incapaz de abrirla. Era un cuarto de contadores iluminado apenas por los tenues rayos de una bombilla engarzada en su casquillo. A mi izquierda la pared, a mi derecha otra pared y frente a mi otra puerta cerrada. Me aproximé a la puerta de enfrente y la abrí sin problemas. Esta daba a una escalera de madera de una casa antigua, un poco descuidada y tan mal iluminada como el cuarto. Decidí subir la escalera en pos del portal para salir a la calle y encaminarme a mi trabajo. Según empecé a subir escalones comencé a pensar cómo diablos iba a explicarle a mi jefe todo aquello que me había sucedido. Al menos el roto de la manga y la ligera quemadura que me había producido la pelota de goma en el brazo podrían atestiguar que no mentía. Lo cierto es que, enfrascado en estos pensamientos, hacía un rato que subía las escaleras pero el portal no lo veía por ningún lado; además, fijándome bien, sólo había una puerta a la derecha en cada descansillo. Seguí subiendo hasta el brusco final de la escalera. Acababa en un rellano en el que no había puertas por ningún lado, únicamente una trampilla cerrada en el techo a una altura a la que era imposible que yo llegara. Me tocó por tanto volver a bajar al último descansillo donde estaba la última puerta. Busqué el timbre pero no existía. Yo no soy una persona miedosa pero toda esta situación me estaba empezando a poner de los nervios. Así que llamé golpeando con los nudillos en la puerta. En un principio de manera suave, pero al no abrirme ni contestarme nadie golpeé con más fuerza ya con la mano extendida. Pero como si quieres arroz, Catalina. Nadie abrió. Bajé hasta la siguiente puerta, y a la otra y la otra y nada de nada. Parecía que la humanidad hubiera desaparecido. Me encontraba como si me hubieran echado un cubo de agua por la cabeza, del sudor que me bañaba por completo. La situación me estaba empezando a superar y además hacía muchísimo calor. ¿Dónde coño me había metido? Me senté en los escalones e intenté calmarme y utilizar la cabeza provechosamente. Si hacia arriba no existía salida y nadie abría las puertas, sólo me quedaba volver hacia abajo e intentar de nuevo abrir la puertecilla de madera. Así lo hice. Bajé lo subido, abrí la puerta del cuarto de contadores y me fui con decisión a la puertecilla de madera. No sé si fruto de la desesperación, de los nervios o del miedo que me estaba empezando a recorrer todo el cuerpo, el caso es que pegué un tirón seco con todas mis fuerzas y conseguí abrir la puerta. Salí al patio como si hubiera pasado media vida encerrado en una cueva y mirando hacia el cielo. En ese momento vi un corredor que tenía luz al fondo. Lo recorrí y finalmente salí por un portal a la calle. Había salido al número dieciséis de la Calle de Munch. Miré el reloj y, con todo, había pasado una hora más. Decidí llamar a mi jefe y decirle que me encontraba mal, que había pasado muy mala noche con fuertes dolores de estómago y vomitando. Así lo hice y pensé volverme a casa. Los tumultos, las carreras, los gritos habían cesado, dejando pasar los sonidos habituales de la ciudad. Las obras, el tráfico, el sonido de alguna sirena de fondo y un continuo ir y venir de gente. Vi un taxi en la acera de enfrente y salí corriendo porque estaba deseando llegar a casa para ducharme de nuevo, curarme el brazo y acostarme; salí corriendo con tan mala fortuna que debí meter el pie en un agujero y quebrarme la pierna. Eso es al menos lo que me contaron porque, además, por lo que me han dicho, me di un fuerte golpe en la cabeza y perdí el conocimiento. Me dijeron que me trajo una patrulla de la policía. Qué ironía. El caso es que, cuando me desperté, estaba en el hospital. Poco me duró la consciencia pues, con mucha prisa, me operaron la pierna pues tenía una fractura abierta. El caso es que aquí estoy recién operado en una habitación con vistas al río y muy preocupado porque se que mi jefe “Maxi” va a venir a verme esta tarde, según me ha dicho mi padre hace un rato, y no se cómo explicarle todo esto y por qué le mentí ...
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